viernes, 27 de septiembre de 2013

American Horror Story: Asylum. De locos. Y tanto.


Esta semana, me dispongo a recuperar las impresiones que me generó la segunda temporada de American Horror Story:Asylum. Debo ser de otro planeta porque, mientras a mi me ha parecido nefasta, mucha gente opina que es una temporada magistral, muy superior a la primera y no es difícil encontrar defensores a ultranza de ella.

Después de una primera temporada que me sorprendió para bien, los postulados cambian radicalmente y deja de tener interés alguno. Una decepción mayúscula.

Una serie que cobraba sentido en su provocación completa desde una perspectiva paródica a clásicos del terror –ahí estaban La semilla del diablo, Al final de la escalera, Los otros…- y que tomaba como base el exceso y la absoluta irreverencia petarda: una celebración marica, chillona y desmelenada que se presentaba como una gamberrada no apta para todos los paladares, pero divertidísima si enganchabas con su razón de ser tan excesiva y desacomplejada.


El error fundamental de la nueva temporada es el hecho de tomarse en serio a sí misma. Lo que antes resultaba ironía descacharrante, guiños divertidos y trasgresores se convierte ahora en algo moderno en el peor de los sentidos. Sobado y muy poco inteligente planteamiento, apto para "todos los públicos" -en el sentido de carnaza terrorífica- por curioso que parezca.

La serie busca aterrorizar y provocar, y es justo cuando patina por lo previsible que resulta todo y porque su manera de forzar la máquina de lo desagradable es tan manida que aburre una y otra vez. El tratamiento visual, además, ahonda en el peor terror posmoderno de fotogramas incrustados repentinos, saturaciones cromáticas, movimientos de cámara súbitos y demás síntomas de tan execrable género.

Eso por no hablar del guión: difuso, desperdigado en tramas que se pisan, que nacen y mueren, que dan vueltas por el simple y mero hecho de no contar con una principal, con un enganche que deje al televidente con ganas de seguir adentrándose en el malsano universo de Briarcliff. Escenas nada convincentes y ridículas, carentes de todo saber hacer y recursos burdos cuando no se sabe qué hacer con algún personaje son ejemplos que, evitando spoilear, saltan a la vista.


Los últimos capítulos –exceptuando el final que es horrible- parecen querer desprenderse de todos estos errores de bulto e intentan resultar más excesivos desbarrando de una forma inteligente a ráfagas, pero ya es mucho el lastre que llevan a sus espaldas.

Las interpretaciones responden bien, así como de nuevo el reconocimiento de guiños –aquí El exorcista, Alguien voló sobre el nido del cuco y Encuentros en la Tercera Fase como los más evidentes-, pero poco más. Ni siquiera la crítica a la iglesia retrógrada y a los abominables tratamientos y experimentos con pacientes considerados locos por no responder a los cánones de la educación recta y moralmente aceptable de la época resultan interesantes por el trazo grueso que dibujan.


Un ejemplo claro del estado de forma -por desgracia no tan bueno- que están pasando algunas series, ese oasis que de momento salva el estado alarmante de mediocridad del cine actual. Sirvan como ejemplos más recientes la segunda parte de la tercera temporada de The Walking Dead, la sexta temporada de Mad Men o la octava y última de Dexter.

viernes, 20 de septiembre de 2013

El reflejo. Escrito por Raúl del Olmo.

(Escrito hace muchos años y revisado ligeramente ahora, preservando su sencillez y su limpia exposición de un alma aún por macillar).


No lo soporto, cada día es igual. Todas las mañanas me despierto a la misma hora y odio el sabor que tiene mi boca cuando me digo en voz baja "no quiero levantarme". Sé que no existe salida a esto, nada impedirá que me vista mecánicamente y sienta el más profundo asco por el olor que desprende mi cuerpo tras una semana entera sin ducharme. La dejadez absoluta y el abandonarse por completo son pruebas palpables de la derrota existencial. Sin duda, pienso que hoy será "como siempre".

Después de tomar un café solo y una magdalena revenida, bajo las escaleras del porche sin importarme que hoy el sol brille con un brío vehemente: las puertas del verano están casi abiertas. A mí, sin embargo, el invierno profundo del gris trascurrir de mis días no me abandonará jamás. Me subo al coche y arranco. Ya casi no recuerdo el momento en que lo hice por primera vez, con cara sonriente por recibir aquel regalo que me concedieron mis padres al terminar mis estudios superiores.

Rápidamente, me adentro en la autopista que me llevará hasta el edificio gigantesco de cemento armado, a aquel monstruoso lugar que drena mi existencia poco a poco e hipoteca mi tiempo de manera despiadada. De todas formas, no sé para qué quiero contar con tiempo, todo me da igual, el síntoma más evidente de haber tocado fondo.

No quiero pensar en ello, no quiero que las lágrimas vuelvan a empañarme la visión de los otros automovilistas de la rutina diaria que llevo por delante. Busco distracción y pongo la radio; giro el dial lentamente hasta llegar a una emisora en la que suena aquella canción que tanto me gustaba antes y que tanto me había hecho sentir. Da lo mismo, apago la radio. Ya no me volverá a emocionar; ni tan siquiera recuerdo el grupo que la ha compuesto. ¿Por qué he dejado todo en el camino? ¿Por qué he cambiado tanto si me prometí ser siempre yo mismo?

No me siento con fuerzas para hacer algo nuevo o ni tan siquiera para recuperar lo perdido, quizá nunca tuve nada, no lo sé. De nuevo retención, la agónica penitencia inevitable. Mientras estoy detenido, cierro los ojos para ver si la espesura negra se traga mis reflexiones cuando, de pronto, algo cae en la luna delantera de mi automóvil. Es un ruido pesado, inerte y leve -pock-. Abro los ojos a la realidad y observo como un líquido espeso y blanquecino cae lentamente por el cristal. Parece leche con grumos verdosos, o quizá más bien las bilis que mi cuerpo expulsa al volver cada noche de excesos desperdiciando mi juventud.

Pero no había duda: una gaviota había defecado en plena luna. Maldigo mi mala suerte y esta estúpida situación en medio del gran atasco. Salgo del coche a estirarme y miro hacia delante para saber cuán larga es la fila de almas vacías enlatadas entre cuatro ruedas y un volante. No puedo hacerlo con claridad, el resplandor cegador del sol -ciertamente, no sé siquiera si queda poco para el verano o es una ilusión- me hace desviar la vista y girar la cabeza hacia la izquierda repentinamente. Es entonces cuando lo percibo: el inmenso mar recorta el paisaje tan vivo e imponente como lo fueron un día mis sueños. La imagen se me clava en la retina.

Deseo justo ahora volver a sentir el tacto del agua marina sobre mi piel y escuchar las espirales infinitas del oleaje para encontrar la paz. Sé, de una vez por todas, que no me queda nada que encontrar, ni ánimos para buscar: sé que mi sorda derrota invita a bajarme de la monotonía, mi única compañera de viaje.

Cierro la puerta del coche y sé que lo dejo ahí para siempre, en medio del caos circulatorio. No me importan los pitidos y los insultos, ni los escucho. Mi mente sólo busca una salvación. Me pregunto justo ahora por qué soy tan frágil en mi interior tras una fachada artificial, pero ya da igual.

Llego al otro lado de la autopista y cruzo un puente. Hace tanto tiempo que no tengo ganas de llegar a algún lado que hasta me sorprende este énfasis. Atravieso un trecho del paseo marítimo.No sé ni cuándo había sido la última vez que había pisado estos gastados azulejos de mármol; ni siquiera recordaba la procesión de farolas a ambos lados. Finalmente, bajo las escaleras que mueren en la playa.

Siento una mezcla de sensaciones, una confusión agradable entre el olor a salitre y el brillo plateado del sol sobre el mar. Piso la arena. A lo lejos descubro varias barcas abandonadas más viejas que el mundo. Un par de pescadores prueban suerte con prudente entusiasmo mañanero. ¿Son felices? ¿lo he sido yo alguna vez?

Avanzo con decisión. Me quito los zapatos, los tiro despreocupado y mis pies siente la porosa humedad. Ya no veo nada, me guía el instinto. Me desnudo por completo y desprovisto de todo lo que no soy, me pregunto la finalidad con que el ser humano ha creado tantas cosas inútiles. Mi cuerpo en crudo me ofrece la seguridad del que se ha encontrado a sí mismo.

Al contrario de lo que pueda parecer, me muestro tranquilo y sólo interrumpe mi liturgia el frío intenso del líquido elemento en contacto con mi piel. Me voy introduciendo en el mar poco a poco, mi cuerpo se difumina bajo las aguas. Fijo la mirada en el horizonte. Ante mí, no hay límites; sólo un todo infinito y su llamada es irresistible.

Comienzo a nadar para seguir avanzando, es irónico que todo parezca claro en el momento más extraño de mi vida: sin rumbo, pero habiendo encontrado la salida. Floto ligero: el peso demoledor de una vida insatisfecha y errática, el lastre de todas las renuncias que no elegí, se hunden en las profundidades.

El oleaje es suave y continuo, un vals embriagador. Y entonces los noto, ya penetran sutilmente, ahí están: ¡los sonidos en espiral! Miro instintivamente hacia la orilla como reflejo de todo lo que dejo atrás: una pareja de ancianos pasean de la mano junto a ella. Vuelvo la cabeza y sonrío.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Un hombre maduro. Por Raúl del Olmo.


Una fila de miradas se agolpa a observarme desde el andén. Es extraño, yo, alguien que ha pasado desapercibido siempre, me siento ahora el centro de atención.

Cuántas veces habría suspirado por que una chica como aquella del pelo recogido se hubiera fijado en un paria como yo; o que este señor de impoluta presencia no hubiese apartado los ojos al encontrarse con un mediocre ciudadano gris.

Ahora, mientras les veo, pienso que me parecen infinitamente más jóvenes o más viejos, más guapos o más feos que yo. Será la ingravidez del momento.

Al menos, puede que por fin ya sea todo un hombre; no por nada en especial, simplemente por lo que decía mi profesor de literatura con solemnidad, eso de que “madurar es aprender a irse a tiempo”.

Me fastidia que las personas no nos percatemos de que vivir es el afortunado e improbable accidente de existir, pero, la verdad, es difícil que la muerte te pille viviendo.

Qué le voy a hacer: aunque haya suicidios que duran toda una vida, hoy elegí terminar con el mío.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Carne de Cañón. Escrito por Raúl del Olmo.


No era capaz de apartar la mirada de ella. Su reposo inmóvil se expandía ante Hugo. Se sentía un ladrón robando la esencia más íntima. Ante sus ojos, su perfil se le antojaba apagado, como el resplandor del anillo que apresa un dedo hinchado por el paso de los años.

La ferocidad con la que el deseo pujante invadía el lecho que compartían era poco más que una reliquia de los tiempos. La precariedad existencial llenaba cada poro de la piel de Hugo, si bien a la vez le vigorizaba como un resorte a despertarse cada día. La forma en que se desintegraba su convivencia no dejaba de ser una tragedia para oídos sordos. La casualidad había marcado su primer encuentro, llegó a su vida como la bala perdida que te penetra sin querer.

Mientras seguía fijado al espejo de su infortunio mudo, se sentía un miserable por ser cobarde y no hacer con las penurias la soga de su vida y de una vez cambiar algo. Recordaba con una sonrisa afligida cuando presumía de confiar en lo imprevisto como la fórmula del caos perfecta. Eso hacía mucho que no ocurría.

En lugar de ello, había convertido en hábito entonar un réquiem silencioso por todos los que, inconscientemente, compartían la misma angustia, frustración y desvanecida esperanza. Otra de sus costumbres era escribir inconexos versos, una válvula de escape inútil a la que recurrir en ocasiones.

Acercó la mano hacia el cajón de la mesilla del cuarto. Sacó el cuaderno deslavazado donde plasmaba sus ejercicios de desahogo cotidiano y lo abrió. Rara vez leía aquellos apuntes de un hombre ahogado; crear en el sentido más mundanal del término era para Hugo una línea de fuga sin retorno que no demandaba volver sobre sus pasos. Sin embargo, aquella mañana de domingo lo hizo.

“De tu sangre al vertedero”. Ese era el título de los últimos retazos fieros que había gestado su lápiz hacía tres días. Varías líneas escritas en primera persona con presión notable decían así:

Soy la poesía podrida en tu placenta,
Soy el azote de tus vicios,
Soy la vena que afea tu rostro,
Soy el cancionero de tus mutilaciones invisibles,
Soy el talento de tu condenado a muerte,
Soy las cartas que te inventas,
Soy el secreto de tu degeneración,
Soy la caja negra de tus sombras,
Soy el terror debajo de tu lámpara,
Soy, en fin, la historia que te falta.

Hugo se quedó mirando fijamente esas palabras varios minutos. Cerró las páginas y se sorprendió al toparse con la cubierta en la que ni recordaba el dibujo que había plasmado: una especie de Cristo crucificado en postura fetal bajo el que rezaba “los mejores finales, los que no comienzan”.

Su vista reparó de nuevo en ella. Indolente, sólo se movía y mostraba calor cuando Hugo la agitaba despertándola de su letargo. Por mucho que le pesara, se había acostumbrado tanto a ella que era inútil reinventarse un nuevo mundo.


La aferró firmemente entre sus manos, la levantó inerte y se la llevó camino del baño. Era momento de darle un agua a su vagina en lata.