jueves, 11 de julio de 2013

La función del arte y la obra artística como producto de consumo.


Hace bastante que no dedico una entrada en mi blog a hacer una reflexión que no tenga como referente una obra, estilo o autor concreto. Me refiero a esos, digamos, ensayos acerca de un tema como el que por ejemplo dediqué a los medios de comunicación. (ver aquí) o a los vicios generados por la cultura de la imagen (ver aquí). En este caso, llevaba tiempo queriendo hablar sobre el valor del arte, y sobre todo, cuál considero que es su función principal.

Vivimos tiempos en los que internet ha cambiado la perspectiva de muchas cosas y más que nunca la aglomeración de información, y por ende de acercamiento a referentes artísticos, ha aumentado de forma desmesurada. Esto ha modificado desde los propios hábitos de acercamiento a las obras hasta el propio modo en que éstas son decodificadas por nosotros como receptores.

Evidentemente, este acceso universal -permítaseme emplear el término, si bien sabemos que la precariedad y desigualdad mundiales no permitan un homogéneo acceso no sólo a internet, sino a cubrir las necesidades más básicas-, ha traído muchos aspectos positivos. El principal el fácil acceso, y no sólo me refiero a la controversia generada por las descargas de material musical, cinematográfico o literario gratuito, tema espinoso y estéril sobre el que no entraré. Me centro más bien en que a un sólo click de distancia puedo escuchar un disco antaño inencontrable, disfrutar una película que de forma alguna ha sido distribuida en nuestro país u observar una panorámica del desarrollo pictórico de un artista, por poner varios ejemplos elementales. Es agradable desde esa perspectiva comprobar como lo que antes costaba tanto tiempo y esfuerzo conseguir ahora está al alcance de nuestras manos: permite culturizarse a una edad más temprana y completar las lagunas que existen sobre diversos aspectos a poco que un individuo se preocupe por ello.


Pero, claro, esta comodidad conlleva una serie de aspectos negativos inevitablemente. El primero la desvalorización del objeto conseguido: la ausencia de dificultad o el ritual fetichista de conseguir algo inalcanzable, se pierde. Y esto algunos lo considerarán una visión romántica o desfasada. Y lo acepto. Evidentemente, aspectos relativos a soportes o formas de disfrutar un producto final han variado con los siglos y no seré yo un anquilosado artrítico que me oponga al avance de los tiempos. Vamos, que ya nadie escribe en papiro, o recibe el correo a caballo y en su momento bastantes personas que tuvieron que adaptarse a los cambios debieron rasgarse las vestiduras. Es este un aspecto referido al instinto humano de defensa y conservación, de ver que el mundo evoluciona y cambia mientras nos hacemos viejos. Pero para paliar esto existe la curiosidad y la inquietud, aspectos que ni tanto yo ni como la mayoría de lectores desde luego estoy seguro abandonarán.

Mucho más grave me parece el problema de la saturación de información. Cada vez más y más recopilación de discos, películas, series, libros, cómics...con una imposibilidad física y temporal de ser disfrutados con deleite, detalle y meditación. Es la dictadura del aquí y ahora: ya no se valora la impresión, el análisis o la crítica constructiva de un objeto. La simplificación -y en esto he de ser severo- de las nuevas generaciones y de no pocas personas que superan la treintena absorbidas por la marea, lo único que consideran y tienen en cuenta es ser el primero en disfrutar algo e indignarse si el otro todavía no lo ha hecho; y, evidentemente, corriendo a publicar su opinión irritantemente vacua o precipitada sobre ello en alguna red social. Eso si es una opinión: muchas veces basta con decir que se "está viendo tal o cual película" o que se "está en este o el otro concierto", con fotografía incluida: no olvidemos que la palabra, por desgracia, ha perdido para estas personas la significancia y riqueza inherentes a ella. Triste, reduccionista e inhumano.

No eliminaré la autocrítica por mucho que carecer de ella sea otra lacra actual. En ocasiones, nosotros mismos pecamos de los mismos hábitos. Pero con una diferencia: somos conscientes, asumimos la contradicción -puesto que sabemos que el conflicto y su erradicación sólo pueden hacerse desde dentro del problema- y, aún así, reflexionamos e intentamos sacar conclusiones en la medida de lo posible paliativas y modificadoras de nuestra conducta hacia otras vertientes más estimulantes para el prójimo y nosotros mismos.

Ante esta perspectiva consumista y absolutamente fagocitadora de muchos valores intrínsecos a las obras artísticas para el autor y su público, queda hablar de lo fundamental: cuál es el valor máximo del arte, su función trascendental para el ser humano. Y no me cabe duda de que esta es su tremenda capacidad para cambiar la realidad: desde la propia a la de una sociedad, desde el individuo al conjunto de la población. Este poder absoluto pareciera pasara desapercibido para mucha gente desvalorizando en gran medida sus capacidades y aletargando conciencias.


Y es aquí donde la crítica ha de ser atroz: cuántas personas no paran de consumir -porque aquí ese es el verbo- arte de diversa índole siendo incapaz de sacar nada de provecho para sus vidas ni para intentar transformar en la medida que puedan el mundo comenzando desde su interior. Muy poca. Tan poca, que esta gente, la que suele decir que lo que busca es divertirse -sentimiento absolutamente legítimo y del que ninguna persona huye a no ser que sea un deshecho humano camino del cementerio-, ni siquiera se para a pensar en la intencionalidad de un discurso o en de qué forma, ya sea desde la más emocional e instintiva a la más reflexiva y racional, las cualidades de esta disciplina trascienden y transforman las cosas.

Es del todo irritante y aburrido tratar de dialogar con estas personas acerca de estos aspectos y lo que nos encontramos delante son meros contenedores que procesan información como máquinas frías con el piloto automático de la ingestión masiva activado.

Su reduccionismo simple les lleva a considerar estas reflexiones como delirios intelectuales cuando no existe nada más alejado de la realidad. Sencillamente, son un canto destinado a revalorizar aspectos intangibles enriquecedores de la persona. Nos humanizan a la par que nos ponen en alerta frente a la desintegración de fundamentos del desarrollo social, el que permite avanzar en pos de una civilización más libre, crítica y sensible.

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